1ra. Edición: 2008
Editorial: Caras y Caretas
“Esa noche Charly hizo lo de siempre. Llegó tres horas tarde, eludió a los pocos seguidores que lo esperaban detrás del vallado y se abrió paso a empujones entre los patovicas de la entrada.
El sonidista dormitaba haciendo equilibrio en una silla con los pies sobre la consola.
En un rincón de la sala, los músicos, que por las dudas mantenían los instrumentos en sus fundas, jugaban al truco por cervezas. El bajista, un morocho de bigotes y pelo largo que parecía más entretenido que el resto, llevaba ganados dos cajones de Heineken.
La única chica del grupo, que se encargaba de la segunda voz y la guitarra rítmica, mandaba mensajes de texto por celular. Quien la miraba de lejos pensaba que se reía sola.
Cuando entró Charly se cortó el juego. Todos lo saludaron y comenzaron a desenfundar sus instrumentos. El boliche prendió nuevamente las luces y abrió la boletería.
Nunca se entendía bien cómo, pero la veintena de fans que esperaban en la puerta empezaron a multiplicarse. Un verdadero misterio en esa calle de San Telmo, que a esa hora estaba desierta: los turistas que la frecuentaban buscaban tango y se los veía hasta la 1 o 2 de la mañana. Ahora eran las 3 y media, y en veinte minutos el show iba a comenzar.
Los problemas se iniciaron al promediar la cuarta canción, cuando Charly dejó de aporrear el piano y dijo:
–No voy a seguir con este tema... es muy viejo y no me acuerdo la letra; dejen de pedir boludeces.
Ahí nomás le arrojó en la cara, con buena puntería, lo que quedaba del vaso de Johnny Walker a un gordo de la primera fila que se había parado para aplaudir su olvido. El tipo, uno de los fieles que se había aguantado la amansadora en la puerta, festejó la ocurrencia como si el músico le hubiera tirado agua bendita. Acto seguido, Charly se bajó los pantalones. Pero contra lo que podía esperarse, nadie reparó en su sexo. Su delgadez extrema dejaba ver los huesos como una radiografía y más de uno creyó estar frente a un sobreviviente de Auschwitz.
La patética imagen generaba compasión y no el rechazo que el músico buscaba provocar, salvo para el jefe de seguridad del local. Este tenía órdenes expresas del dueño de suspender el show ante el mínimo amague de escándalo. El miércoles habían tolerado las extravagancias, pero doscientas entradas de borderó no justificaban que el local corriera riesgos de destrozos. Así que el tipo les dio la orden a los patovicas de que desalojaran el escenario. A los pocos minutos todo se había convertido en un pandemónium.
El bajista demostró que además de jugar al truco sabía irse a las manos. Con un gancho en la sien y un cross de derecha en la mandíbula, dejó fuera de juego a un rubio cortado a cero que pretendía bajarlo agarrándolo de la cintura.
La chica de los coros también parecía estar acostumbrada a la situación: le tiraba con fuerza de las orejas y le daba rodillazos en la espalda a un petiso macizo que tenía a maltraer al baterista. Charly en tanto trataba de mantener el piano en equilibrio para no perder la botella de whisky.
Sus devotos la pasaron mal. Lejos de poder ayudar a su ídolo, fueron arreados hacia la calle por otros tres hombres de seguridad a empujones y patadas. Pero Charly se llevó la peor parte. Cuando Billy (un grandote de barba al que le decían el Oso y lo defendía cuando se metía en problemas) logró rescatarlo, tenía el ojo derecho hinchado y un corte en la pera.
En los noticieros, que cubrieron profusamente el accidentado recital, el dueño del local explicó que el músico fue golpeado cuando esgrimía una botella, algo que Charly desmintió de plano mientras mostraba sus lesiones:
–Lo único que hice fue tratar de salvar el Johnny Walker. Cualquier tarado sabe que un día de semana a esa hora está todo cerrado. Y además tenía un valor emotivo: me lo había regalado Yonse en el show que me invitó a cantar Satisfaction.
En Crónica, Feuer, cansado ya de escribir siempre la misma noticia, tomó de la computadora el archivo del texto que había publicado hacía dos meses, cambió el nombre del boliche, la cantidad de asistentes y las lesiones y lo mandó tal cual. Nadie se dio cuenta.
Después la polémica derivó en por qué no se había devuelto la plata de la entrada. El empresario afirmó que se debía a que la policía dispersó al público por temor a un conflicto mayor. “Desde mañana comenzamos a devolver el dinero a todo aquel que tenga la entrada”, informó.
Pero la convocatoria fue escasa: sólo treinta y cinco pidieron el reintegro del dinero. Del resto, muchos las habían tirado y otros preferían guardarla de recuerdo junto con los recortes de los diarios. Incluso le hicieron varias notas a un fanático que guardaba siete tickets de recitales de Charly que jamás habían terminado.
…………………….
Las dos fotos eran de igual tamaño: él las había pegado una al lado de la otra en la pared del estudio, un mes después de que Mariel dejara la casa. La de Charly estaba a la derecha. Era una página de la revista People y la había sacado de una nota reciente que llevaba por título El OTRO CARLITOS, en la que obviamente comparaban al músico con Gardel. La imagen elegida era en sepia y mostraba a un Charly demacrado y con un feo rictus en la boca –quedaba claro que evitaba sonreír para esconder el deterioro de los dientes– mirando hacia un horizonte imaginario. El epígrafe empezaba: “Cada día canta mejor”.
–Qué hijos de puta –decía Natalio en voz alta cada vez que lo leía, hasta que finalmente decidió tacharlo.
La foto de Videla era de un suplemento especial de Clarín que recordaba los 30 años del golpe. El dictador, engominado y canoso, vestía un traje a cuadritos en una de esas audiencias donde se negaba a declarar y sólo decía que se hacía responsable de todo lo que había sucedido durante su gobierno, aunque nunca aclaraba si en esto incluía las masacres y los robos de niños. Videla miraba hacia donde estaba el tribunal. Su rostro denotaba el desasosiego de aquel que es entregado para preservar a quienes ahora lo negaban, aquel que ya no tiene salvación y sabe que su nombre será por siglos sinónimo de lo siniestro. A Natalio le seguía asombrando que, quien no lo conociera, podía simplemente ver en la foto a un viejo cascarrabias de presión alta que se ponía nervioso en presencia de los nietos.
Se sentaba en medio del estudio en el sillón de director que había traído de la oficina de su padre y miraba las fotos durante largo rato. Sabía que elegir un camino implicaba rechazar el otro; eso lo enfurecía. Más de una vez, mientras miraba esos perfiles, comenzaban a confundirse las narices, los anteojos, los bigotes, y finalmente no sabía qué rostro era cuál. Entonces sacudía la cabeza para despabilarse o caminaba unos pasos. Otras veces lo vencía el sueño y quedaba sentado frente a las caras como un muñeco con el cuello roto.
Desde que la causa por el destino de los hijos de desaparecidos lo recluyó en prisión domiciliaria, el plan con Videla se había complicado. Ya no podría salir al pasillo de la iglesia, acercarse en el momento de la comunión para gritarle su nombre y, después de preguntarle si se iba a pudrir en el infierno, pegarle un tiro en el pecho. No es que él creyera en algo, pero suponía que esos pensamientos podían aterrorizarlo en los últimos momentos de vida, sobre todo si llegaban en forma de pregunta. El dictador podía afirmar o rechazar, pero no convivir con la duda.
Ahora sólo le quedaba comprar un departamento en el edificio de la calle Cabildo y Olleros. En él, los precios se habían devaluado por las numerosas incomodidades que generaba la presencia del reo y del Ibérico Saint Jean, otro jerarca del Proceso con prisión domiciliaria. Su mudanza a uno de los pisos superiores o el acceso a la terraza le daban la posibilidad de irrumpir por una ventana (no había balcones) con un equipo de andinismo en la vivienda del dictador, en el 5º piso. Por esta razón en los últimos tiempos leía con fruición las noticias de los hombres araña que asolaban Belgrano y Barrio Norte.
Pero Natalio no se decidía. Aniquilar a Videla podría costarle varios años de cárcel e incluso la vida. Pero algo lo preocupaba más: terminar con Videla era olvidarse de Charly.
Lo que inclinó la balanza fue finalmente la nota de una revista de un año atrás que encontró en la sala de espera del consultorio del dentista. En ella, varios roqueros (entre los que no estaba Charly) lloraban en el entierro del Beduino, el batero de Siempre Girar que había muerto en su casa acosado por el alcohol y el olvido. Entonces se paró frente a las fotos y arrancó la de Videla. “Al final, quizá sea para bien –se justificó: una muerte a tiros le da cierta dignidad a un militar y los siniestros comenzarían a recordarlo como víctima en vez de victimario”. Natalio ya no tenía dudas. De ahora en más, Charly pasaba a ocupar el centro de su vida.”
El autor es el director de Pronto, la revista de espectáculos de mayor venta del país. Este desopilante policial, que se sumerge en el mundo del rock a través de su estrella más emblemática, marca su regreso a la ficción tras 25 años de ejercer el periodismo.